viernes, enero 11, 2008

Fatalidad

Me dan ganas de escribir mucho rato sobre Nuestra Señora de Paris (por suerte al traducir el título al español no se comportaron tan torpemente como los ingleses, que eligieron The Hunchback of Notre-Dame, contra la opinión del propio Hugo, como dice por tooodos lados, aunque después vino Disney y Disney latino y ahí sí marchamos). Una novela fascinante, perfecta. Víctor Hugo escribe mucho, largo, con largas descripciones. Justo un estilo que mucho no me gusta, prefiero el peso en el relato. Pero aquí, bueno, cada descripción es un disfrute, capítulos como París a vuelo de pájaro, o Nuestra Señora, que no aportan nada (jo,jo) a la historia, son joyas de contenido pero sobre todo de estilo.

La personajes de la novela son fáciles de definir en trazos gruesos excepto uno: la catedral de Notre-Dame. El relato puede rápidamente bosquejarse (no lo hago porque la historia en sí es entretenida). Algunos son hasta ingenuos. La relación entre ellos es demasiado forzada para ser real, como en cualquier novelón. ¿Entonces por qué es perfecta? Por la amalgama de la historia, por la reconstrucción del ambiente y, sobre todo, por la perfección en el uso de los recursos estilísticos. Y por la catedral de Notre-Dame, que viaja por el relato mostrándose, cobijando, defendiéndose y finalmente observando el progeso de la fatalidad.

"Todas las miradas se dirigieron a lo alto de la iglesia, que ofrecía espectáculo extraordinario. Sobre la más alta galería, encima del rosetón central, alzábase una hoguera entre los dos campanarios, envuelta en un torbellino de chispas y con llama desordenada y furiosa, que el viento dividía a cada instante y arrebataba entre el humo. Más abajo de la llama y de la sombría balaustrada con labrados de fuego, salían dos canalones de piedra en forma de monstruos, cuyas bocas vomitaban sin interrupción una lluvia ardiente que destacaba la plateada corriente sobre las tinieblas de la fachada interior; a medida que se acercaban al suelo se ensanchaban, formando copo los dos chorros de plomo líquido, como el agua que sale por muchos agujeros de la regadera. Encima de la llama distinguíanse las dos grandes torres, viéndose los dos frentes de ellas muy distintos: el uno negro enteramente y el otro de fuego, pareciendo más grandes todavía por la inmensidad de la sombra que elevaba hasta el cielo. Las innumerables esculturas que representaban diablos y dragones, tomaban aspecto lúgubre; al inquieto reflejo de las llamas parecía que se movían; había serpientes que parecían reír, perros que ladraban, salamandras que soplaban el fuego y tarascas a las que el humo hacía estornudar. Entre esos monstruos que habían despertado el ruido y las llamas, había uno que andaba y que pasaba de vez en vez por delante de la hoguera ardiente, como un murciélago delante de una luz.

(Víctor Hugo - Nuestra Señora de Paris)

3 comentarios:

Zeta dijo...

(Como muchas cosas) este fragmento me hace acordar a El nombre de la Rosa.
En alguna apostilla, cuenta Eco que su mujer le dijo, sorprendida, luego de leer la escena en que se incendia la abadía: ¿Me asombra que puedas tener tan claro cómo se prende fuego una iglesia? Siempre estás en la luna... (es una cita libérrima) y él: No lo sé. Pero sé perfectamente cómo la habría visto un monje medieval.

El nombre de la rosa tiene extensísimos pasajes descriptivos que no hacen demasiado a la trama a secas (creo que incluso el editor le sugirió a Eco recortar algunas partes, pero como era Eco, no le dio bola y listo). Incluso están buenísimas laaaaargas enumeraciones que ocupan más de una página.

Me sorprende, y me hace sentir bien que sea así.

Zeta dijo...

I.E.

Al entrar (a la sala capitular) se pasaba bajo un portal construido según la nueva moda, de arco ojival, sin decoraciones y rematado por un rosetón. Pero una vez en el interior se descubría un atrio, reconstruido sobre las ruinas de un viejo nártex. Y al frente, otro portal, con su arco construido según la moda antigua, y su tímpano de media luna admirablemente esculpido. Debía de ser el portal de la iglesia destruida. Las esculturas del tímpano eran tan bellas, pero no tan inquietantes, como las de la iglesia actual. También aquí un Cristo sentado en su trono dominaba el tímpano, pero junto a él, en diferentes actitudes y sosteniendo distintos objetos, estaban los doce apóstoles a quienes había ordenado que fuesen por el mundo evangelizando a las gentes. Sobre la cabeza de Cristo, en un arco dividido en doce paneles, y bajo los pies de Cristo, en una procesión initerrumpida de figuras, estaban representados los pueblos del mundo, los que recibirían la buena nueva. Reconocí por sus trajes a los hebreos, los capadocios, los árabes, los indios, los frigios, los bizantinos, los armenios, los escitas y los romanos. Pero, mezclados con ellos, en treinta círculos dispuestos en arco por encima del arco de los doce paneles, estaban los habitantes de los mundos desconocidos, de los que sólo tenemos noticias a través del Fisiólogo y de los relatos confusos de los viajeros. Muchos me resultaron irreconocibles, a otros pude identificarlos: por ejemplo, los brutos con seis dedos en las manos; los faunos que nacen de los gusanos que se forman entra la corteza y la madera de los árboles; las sirenas con la cola cubierta de escamas, que seducen a los marineros; los etíopes con el cuerpo todo negro, que se defienden del ardor del sol cavando cavernas subterráneas; los onocentauros, hombres hasta el ombligo y el resto asnos; los cíclopes con un solo ojo, grande como un escudo; Escila con la cabeza y el pecho de muchacha, el vientre de loba y la cola de delfín; los hombres velludos de la India que viven en los pantanos y en el río Epigmáride; los cinocéfalos, que no pueden hablar sin interrumpirse a cada momento para ladrar; los esquípodos, que corren a gran velocidad con su única pierna y que cuando quieren protegerse del sol se echan al suelo y enarbolan su gran pie como una sombrilla; los astómatas de Grecia, que carecen de boca y respiran por la nariz y sólo se alimentan de aire; las mujeres barbudas de Armenia; los pigmeos; los epístigos, que algunos llaman también pállidos, que nacen sin cabeza y tienen la boca en el vientre y los ojos en los hombros; las mujeres monstruosas del Mar Rojo, de doce pies de altura, con cabellos que les llegan hasta los talones, una cola bovina al final de la espalda, y pezuñas de camello; y los que tienen la planta de los pies hacia atrás, de modo que quien sigue sus huellas siempre llega al sitio del que proceden y nunca a aquel hacia el que se dirigen; y también los hombres con tres cabezas; los e ojos resplandecientes como lámparas; y los monstruos de la isla de Circe, con cuerpo de hombre y cerviz de diferentes, y muy variados, animales...

Circe dijo...

¿Alguien me llamó?

ah... no, perdón.

Yo suelo impacientarme -bastante- con las descripciones extensas y las salteo.

¡Alto!

Luego me arrepiento y vuelvo obediente a leerlas.

No sea cosa que me pierda de algo, y luego corroboro que sí, al no leerlas, uno se pierde de mucho.