lunes, agosto 30, 2010

Hijo de mil putas.

La supersticiosa ética del lector

Pasear por YouTube mirando videos de Fernando Cabrera es una experiencia justa para un día en el que a uno se le ocurre buscar la transcendencia. Entre horas de ejemplos, me quedo con éste.

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La condición indigente de nuestras letras, su incapacidad de atraer, han producido una superstición del estilo, una distraída lectura de atenciones parciales. Los que adolecen de esa superstición entienden por estilo no la eficacia o la ineficacia de una página, sino las habilidades aparentes del escritor: sus comparaciones, su acústica, los episodios de su puntuación y de su sintaxis. Son indiferentes a la propia convicción o propia emoción: buscan tecniquerías (la palabra es de Miguel de Unamuno) que les informarán si lo escrito tiene el derecho o no de agradarles. Oyeron que la adjetivación no debe ser trivial y opinarán que está mal escrita una página si no hay sorpresas en la juntura de adjetivos con sustantivos, aunque su finalidad esté realizada. Oyeron que la concisión es una virtud y tienen por conciso a quien se demora en diez frases breves y no a quien maneje una larga. (Ejemplos normativos de esa charlatanería de la brevedad, de ese frenesí sentencioso, pueden buscarse en la dicción del célebre estadista danés Polonio, de Hamlet, o del Polonio natural, Baltasar Gracián.) Oyeron que la cercana repetición de unas sílabas es cacofónica y simularán que en prosa les duele, aunque en verso les agencie un gusto especial, pienso que simulado también. Es decir, no se fijan en la eficacia del mecanismo, sino en la disposición de sus partes. Subordinan la emoción a la ética, a una etiqueta indiscutida más bien. Se ha generalizado tanto esa inhibición que ya no van quedando lectores, en el sentido ingenuo de la palabra, sino que todos son críticos potenciales.

(Jorge Luis Borges - La supersticiosa ética del lector)

jueves, agosto 05, 2010

Como siempre, en estos momentos es cuando pierdo la línea. No, no: la línea de la referencia, la que tiembla en equilibrio, la que permite que las manos estén juntas, verticales, inmóviles y luego se alejen en un camino uniforme hacia los costados hasta el escalofrío que las detiene y la sonrisa que las bendice. Casi siempre puedo conservar esa línea. Hoy no. Es cuando escribo buscando el retorno a la certeza y no logro nada, que es nada también, porque cuando la línea se pierde ni siquiera hay dónde volver. No puedo estar mucho tiempo así, mi condición no lo permite, vuelve a tomar el control, me acaricia condescendiente la nuca, toma cada una de mis manos que ya han dejado de temblar, las acerca y las pone juntas, verticales y casi inmóviles y las aleja en un camino uniforme.

Y me alejo sonriendo, satisfecho, pero con una una sombra casi imperceptible, que no suma ni molesta, pero está.