viernes, agosto 17, 2007

El infierno siempre comienza en la frontera (columnista invitado)

El tipo tiene la bastante reveladora virtud de usar su nombre como apodo, y no escudarse detrás de fachadas. Dice bastante eso, creo. Un honor, Mr. Frank.

Cuando uno viaja hacia el este en Europa, un decir, de Austria a Rumania, los austriacos hablarán pestes de los húngaros, y ellos a su vez demonizarán a los rumanos. Esto no es novedad, lo ya lo he sentido varias veces.

Pero como siempre, sabernos afectados por un preconcepto no implica que podamos desactivarlo. Por lo tanto, la fuerza con la que la gente de Thessaloniki nos advertía de los turcos, no hizo otra cosa que alimentar mi ya abundante colección de prejuicios hacia ese pueblo, colección amasada durante el contacto con sus representantes menos ilustres en esta parte del planeta.

La llegada a Estambul estuvo entonces empapada de un sentimiento que solamente puedo definir como aprehensión, cosa que nunca había sentido al llegar a sitio alguno.

La idea de Estambul me abrumaba. Una ciudad con 6000 años Historia, en ese lugar, y encima de mayoría islámica, me hacía sentir ante todo irremediablemente turista, algo que ya saben detesto, y también como un niño chico suelto en un lugar inhóspito. Ahí va, inhóspita era la Estambul que me imaginaba.

No pude haberme equivocado de peor manera.

La primer sorpresa fue todavía en Grecia, cuando tomé ese tren super lujoso, en la estación más hecha paté que haya pisado en Europa. Un tren turco, con la bandera grabada en las ventanas (señal que adelantaba la omnipresencia de los símbolos nacionales en Turquía), pero con camarotes equipados con todas las comodidades, heladera incluida. En ese tren nos pasamos la noche conversando, escuchando los bocinazos constantes del conductor y por primera vez en mucho tiempo, el ruido de las uniones de los rieles entre sí, ya que hasta ese momento siempre había viajado por vías soldadas, como es el estándar en la zona UE. Calculo que estarán esperando los fondos de infraestructura comunitaria para cambiarlos. I digress, again.

La segunda gran sorpresa fue la tranquilidad y la escala humana de Sirieçi. La ausencia de una horda ofreciendo hotel o transporte, vaticinada por los expertos y esperada por cualquier viajante que haya pisado, sin ir más lejos, alguna terminal de ómnibus de Argentina, fue algo que se hizo notar inmediatamente. Luego, la modernidad del tranvía, y otra vez, lo poco que nos ofrecieron alojamiento mientras caminábamos al hostal reservado de antemano, y que en el hostal todo fuera como se prometía, o mejor. Y más tarde, lo fácil que es moverse en la ciudad, y que nos cobraran el agua embotellada lo que a todos los turcos, y que nos regalaran un helado que se suponía debían regalarnos al comprar un primero, en fin, un cliché derribado detrás de otro, sin parar, sin dar tregua.

Pero lo más raro, fue que de forma concurrente a ese cataclismo de prejuicios, otro montón de preconceptos se confirmaban momento a momento. En Estambul, por supuesto, todo es regateable, es el emporio del Kebab, y de todo lo imaginable. Hay tiendas de cualquier cosa. Desde válvulas de cañerías industriales, hebillas de cinturones dolce y gabbana, pelotas de fútbol, caireles, y claro especias, pufs, pipas de agua y alfombras. Todo junto, siempre con ese aire a Chui que no puede más, y entreverado con mezquitas imponentes y obras de infraestructura del año 300, pero siempre en una armonía difícil de explicar, y lleno, lleno de gente.

Y ese es otro punto destacable (iba a decir el otro punto destacable, pero hay seguramente muchos más). La gente. Los Estambulenses hablan todos los idiomas, siempre están dispuestos a dar una mano sin pedir nada a cambio, pero sobre todo, viven la ciudad con una intensidad, que hace empequeñecer la marea de turistas que la recorren, mitigando enormemente el sentimiento de ser un extraño en ese lugar. Estambul no es una ciudad de cartulina, esa especie de Disneylandia en la que está convertida por ejemplo Praga. A dos cuadras de mi hostal, que está en un barrio de hostales y hoteles, y a 150 metros de Santa Sofía, viven turcos que no viven del turismo. Eso no se ve en todos lados creanmén. Al menos no en lugares tan hermosos como ese (me siento un poco cursi usando ese adjetivo, pero es el apropiado). Ellos se resisten a dejarle la ciudad a los turistas. Incluso en el Bazar, donde los tenderos cumplen su papel de negociantes siguiendo un guión milenario ante los extranjeros, los residentes hacen sus compras de todos los días, y ni se inmutan por las cámaras de fotos.

Que los clichés sean verdad, pero sobre todo que sean de verdad es una sensación excelente.

Por último, la otra impresión que vale la pena mencionar, es la forma en que la ciudad muestra, a pesar de haber dejado de ser incluso capital de un país, su cualidad de Centro del Imperio. Y no solamente cuando uno camina por el palacio, que después de todo pertenece al más reciente período otomano (los últimos 500 años, o toda la historia de la América hispana), sino que la ciudad toda respira un aire de importancia inocultable, incluso las pequeñas calles, los rincones aparentemente más simples, tienen la capacidad de transmitir eso que te recuerda dónde estás parado, en todos los sentidos de la expresión.

Porque este post se ha vuelto muy largo, pero recordemos que Turquía sigue siendo el país bisagra entre la hoy, como hace tanto tiempo, vigente tensión entre el mundo cristiano y el musulmán. Tensión que vio nacer, y que según en qué época supo sufrir o mitigar pero generalmente no fomentar. Tensión que se nota en la política, en la omnipresencia del Islam en la ciudad y en el contingente yanqui en camino a Afganistán que compartió la sala de espera de mi vuelo de regreso a Munich. Cosas que te recuerdan que la importancia geopolítica de esas colinas, ni fue gratuita ni perderá fuerza por un buen tiempo.

3 comentarios:

Zeta dijo...

Que Estambul tiene aire a Chui me parece un hallazgo maravilloso. Que las gentes de allí sean Estambulenses, me encanta (aunque confieso que a la primera pasada leí «la gente de Estambul, las Estambulenses, siempre están dispuestas», y me pareció todavía mejor).
Siampre ha llamado mi atención que Turquía esté repartida entre dos continentes, como si la hubieran puesto ahí de apuro; me hace pensar en un juego de la silla cósmico (y en el TEG un poco, sí). Pero también hace que me preguntar quién puso límite a los continentes y cómo.
Ahora, que queden aún lugares en los que uno pueda sentirse viajante antes que turista es lo más consolador que he leído últimamente.
Sin embargo, Frank, tené presente que la experiencia envejece. Vedere Istambul, e dopo che cosa?

Naazgul dijo...

Es un post excelente; hacía bastante tiempo que no me perdía realmente en un artículo de un blog. Gracias.

Mi hermana vino de viaje hace poco, y estuvo en Estambul. También quedó maravillada y encantada con la ciudad y su gente.

jav dijo...

mirando las fotos del viaje, los pibes que iban a Kabul, eran de Dinamarca, y no yanquis.