No hay, que yo sepa, cuentos de Borges sobre París. No es una ciudad que parezca cuadrarle a alguien tan inglés como Borges.
Toma el tren en Denfert-Rochereau, el primero del día. Las pocas personas en el andén se ven tal vez más indiferentes que lo habitual. Dormidas o tristemente habituadas a ese anormal horario para estar ahí o en cualquier lado, conscientes.
Sin embargo, su absurda cantidad de referencias importantes la vuelven un lugar ideal para un juego de laberintos, promovido, como hace Borges, a reflexión filosófica, a teoría epistemológica o a acertijo, nomás.
Port Royal. Nadie sube o baja, caras diferentes, algunas valijas. Piensa en El informe de Brodie, que tiene ya leído en su mochila, disfruta repasando varios de los cuentos, todos sublimes, de un Borges de setenta años con la ironía a flor de piel.
Por ejemplo, se puede salir casi sin darse cuenta al Palacio de Justicia, ver a la izquierda una plaza con parejas besándose aun bajo la llovizna y la noche o tal vez por eso, adelante la torre de Saint Jacques e incluso buscar en vano Notre Dame, que no se ve por el ángulo pero se sabe que está. Y saber que luego está el Pont Neuf y luego las maderas del Pont des Arts y hasta allá lejos, incogruente y molesta, la figura de la Torre Eiffel. Y así siempre.
En la estación de Luxembourg la voz del RER le recuerda no sé qué de las puertas o de las vías. Encuentra sublime su pronunciación, especialmente cuando dice “train” marcado una vocal que supone impronunciable para alguien más que esa voz o la voz de otro francés. El mundo con tan pocas variantes del RER se le antoja opresivo, opresivo sobre las figuras que poco a poco pueblan el entorno
Y entonces suponer que esos eventos cambian de lugar. Que el Panthéon puede encontrarse del otro lado de la calle que sale directa o termina en Val de Grace, y que ya no está la torre allá a lo lejos.
Chatelet-Les Halles. Como siempre, escapar de ese mundo opresivo le es más fácil a través de los nombres, que le recuerdan lo que está arriba, y le proporcionan túneles con luz. Y es posible moverse por ellos y escapar, mientras las figuras siguen silenciosas. La figura del mapa del metro se le antoja una visualización del destino.
Borges podría sonreír divertido con esta idea. O con ideas de pasadizos secretos que llevan de un punto a otro, o te dejan en medio de una calle cualquiera de París, pongamos el Bulevard Brune, cuando salís por una puerta equivcaoda del Jardín de Luxembourg.
Llegar a la Gare du Nord es salir de Paris. Sabe lo que sigue mirando al mapa: La Plaine, La Corneuve, Le Bourget, y la lista se completa sin pronunciarse. Se duerme, su destino es la última estación.
Y por supuesto el metro, que conecta esos hitos.
Cuando La Voz le anuncia el aeropuerto, se sorprende un poco, mira a las figuras que se mueven hacia la puerta con valijas (son otras figuras, mucho menos francesas que hace unos minutos), y baja, preparado para el fin de semana. No entiende las escaleras, no entiende por qué la luz natural al final. Cuando sale, ahí están las cúpulas de Notre Dame. No sabe por qué, pero no se sorprende completamente; muchas veces lo inventó posible. Busca el mapa en su bolsillo y ya las geometrías son otras, y ahora las líneas de metro se cruzan con ellas mismas y el está con su mochila preparada, dispuesto a viajar y a esperar que la siguiente mutación lo lleve al aeropuerto.
No, Cortázar lo haría mejor.